Francisco
tuvo dos experiencias con el Señor que lo marcaron muchísimo. La primera fue
estando camino a Espoleto para la guerra, donde oyó una voz que le preguntó: Dime, ¿quién te puede compensar mejor, el Señor o el
siervo? Pero hubo una segunda experiencia, tan
profunda como la primera: la experiencia del Crucifijo de San Damían. Este
episodio de su vida empieza unos días después de la experiencia con el leproso.
Francisco poco a poco, a partir de la lectura del Evangelio, fue alejándose de
lo que le era normal: las fiestas y sus amigos. Buscaba lugares solitarios y
tranquilos para meditar la palabra de Dios. Un día fue a la Capilla de San
Damían, no lejos de Asís, que estando en ruinas y mal cuidada, era un lugar
ideal para meditar la palabra por la tranquilidad que reflejaba. En ella había
un crucifijo bizantino con expresión algo dolorosa, ante la cual Francisco
permanecía horas de horas, que algunos dicen que iba constantemente ahí.
Estando a sus pies aquel día escuchó una voz que salía del crucifijo que le
dijo
«Francisco reconstruye mi Iglesia que amenaza ruina.
Corre a repararla.»
Vio
alrededor e inmediatamente, al ver la Capilla de San Damián en ruinas, se
levantó camino a su caso. Parecía tenerlo todo planeado. Regresó a su casa,
cogió varios rollos de tela de su padre y se dirigió de inmediato a una feria
en la vecina ciudad de Foligno, donde se preparaba la fiesta del Santo patrono
San Feliciano. Cuando su padre se enteró, pensó que Francisco iba a hacer un
gran negocio, que efectivamente lo logró, pero lo recaudado lo llevo al
sacerdote, messer Pedro, encargado de la restauración de la capilla y le
ofreció toda la bolsa de dinero para aquel proyecto. Rechazó el dinero para
evitar tener un problema con Pedro Bernardote, pues no el sacerdote no sabía si
Francisco tenía el consentimiento de su padre para hacer aquella donación. Como
Francisco había trabajo haciendo los fuertes de la ciudad de Asís para
defenderse de los ataques, usó sus conocimiento para reconstruir la Capilla de
San Damián, pensando en un principio que “reconstruir la Iglesia del Señor” era
una cuestión material. Pasado algún tiempo, Francisco se dio cuenta que la
llamada no era para una reconstrucción material sino para una reconstrucción de
mucho mayor envergadura, de la Iglesia, del pueblo mismo.
La primera oración
que nos queda de san Francisco de Asís.
Es la respuesta que el Santo da a la
voz del Crucificado que en San Damián le manda reparar la iglesia en ruinas. Él
comenzará reparando la iglesia aun sabiendo que la gran reconstrucción que el
Señor le manda y urge no es del edificio de piedra sino del templo de piedras
vivas en el Santo Espíritu, su Cuerpo. El Santo contesta en esta oración, con
su disponibilidad para cavar cimientos, enterrar sillares, colocar tejas. No se
para a considerar o encarecer la iglesia derruida, ni pregunta por los
culpables, ni se escandaliza de los hechos. Porque también él mismo se siente
piedra caída, teja vana, cuartón quebrado; y necesita ser reconstruido por el
propio Señor de la Iglesia. Como María ante la propuesta del ángel, él se
reconoce incapaz para tal misión, desprovisto de los medios proporcionados para
conseguir dicho fin. Pero sabe que todo eso bien lo sabe quién le envía. Por
eso toda su respuesta es esta oración, en la que devuelve como petición la
palabra que como encargo ha oído de Dios.
El Santo ora al Dios de la gloria desde
la debilidad de su vida; al que es la luz desde las tinieblas de su corazón; al
que es justicia, verdad y santidad desde su pobre vida pecadora. Ora al que es
fundamento firme, eternidad que envuelve nuestro pasado en amor y nuestro
futuro en esperanza; amor y esperanza desde los que marchamos a la misión
encargada. Nuestro quehacer supremo será identificarnos con su santa voluntad y
abrazarnos a un mandato, que tiene toda la fuerza de lo verdadero y de lo
divino.
«Sumo, glorioso Dios,
ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta,
sentido y conocimiento,
Señor,
para cumplir tu santo y verdadero mandamiento» (OrSD).
ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta,
sentido y conocimiento,
Señor,
para cumplir tu santo y verdadero mandamiento» (OrSD).
Como todas las creaciones geniales,
esta oración es original por concentración en lo esencial, por afincamiento en
las grandes realidades de la revelación de Dios: su alteza y su gloria; su luz
y nuestras tinieblas; su santidad y nuestro pecado. Y le pide lo esencial para
una vida cristiana: Dios mismo; al que sólo pueden recibir una fe derecha, una
esperanza entera y una caridad, que ensanchan ante él los ojos y no los guiñan
ante los ídolos. Pide el Santo a Dios que, iluminado el corazón, le haga
sensible y senciente, y tenga así capacidad para sentirle y conocerle a él como
Dios, para sentir y conocer a los hombre todos como hermanos. Por ello, pide a
la vez realidades objetivas (Dios mismo) y realidades subjetivas (un hombre
capaz de experiencia y sentimiento nuevos). Para terminar finalmente con una
mirada tendida hacia la vida de cada día: cumplir sus mandamientos. De esta
forma la oración, que había comenzado dirigiéndose a Dios en su divinidad y
gloria, que había pedido luz de corazón para poder ver, transformación del ser
entero para poder recibir a Dios mismo, sentimiento de entrañas para poder
saber de él, se cierra llegando hasta la acción y el comportamiento de la
voluntad. El hombre entero: corazón, inteligencia, sentimiento, voluntad y
manos activas, han sido así llevados delante de Dios. Y una vez presentados
delante de él, Francisco abandona la capilla y marcha a reconstruir la Iglesia.
Para resolver
1. Explica en qué consistió la llamada del Crucifijo de San
Damián para Francisco.
2. Lee y colorea las imágenes que se encuentran en las
siguientes páginas y escribe en tu cuaderno o fólder como responderías hoy al
llamado del Crucifijo de San Damián.
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